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Juan el Bautista
Normalmente, la Iglesia sólo celebra el aniversario de la muerte de un santo, independientemente de su importancia; por ejemplo, el aniversario de la muerte de Pablo y de Pedro, la semana que viene. ¿Por qué es diferente ahora con San Juan?
Normalmente, la Iglesia sólo celebra el aniversario de la muerte de un santo, independientemente de su importancia; por ejemplo, el aniversario de la muerte de Pablo y de Pedro, la semana que viene. ¿Por qué es diferente ahora con San Juan? ¿Por qué celebramos también su nacimiento y por qué esta fiesta ocupa un lugar más importante que la de su martirio?
Por cierto, sólo hay otra santa por la que celebramos no sólo el día de su muerte, sino también su cumpleaños, y es la Madre de Dios. En el caso de la Madre de Dios, es fácil entender: fue concebida sin pecado original y su nacimiento representó la clave de la salvación de toda la humanidad, ya que por ella vino Cristo al mundo. Pero ¿por qué se da tanta importancia al nacimiento de san Juan? La Escritura recoge que en el momento en que María e Isabel se encontraron, Isabel se llenó del Espíritu Santo y el niño dio un salto de alegría (Lc 1,41). La tradición ha interpretado este movimiento danzante de san Juan en el sentido de que ya estaba liberado del pecado original en el seno de su madre. La primera lectura del Libro de Isaías, por tanto, habla de esta santificación en el seno materno: “El Señor me llamó desde el seno materno, desde el vientre de mi madre pronunció mi nombre” (Is 49,1). Juan es el único santo que fue liberado del pecado original cuando aún estaba en el vientre de su madre, y por eso vino al mundo perfectamente santificado, perfectamente restaurado, con una perfecta armonía interior de mente, voluntad y emociones que le permitió trabajar completamente en armonía con la gracia de Dios. Esta gracia extraordinaria le fue dada para permitirle preparar a Israel para encontrarse con el Señor.
¿Cómo lo hizo? Predicó sobre el arrepentimiento y la conversión. San Juan es, por así decirlo, la figura puente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Por un lado, es el último de los grandes profetas del Antiguo Testamento que nos llama al arrepentimiento con una voz poderosa. Pero, al mismo tiempo, su papel único como precursor del Mesías le sitúa de lleno en la Nueva Alianza. Instintivamente, podemos tenerle un poco de miedo porque puede parecer un sobrehumano. Jesús dijo: “Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y, sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él” (Mt 11,11). Vivió toda su vida en el desierto, no bebía vino, sólo comía langostas, llevaba una túnica penitencial y no temía dar testimonio de la verdad de los mandamientos de Dios, especialmente de la indisolubilidad del matrimonio, con la entrega de su propia vida, un santo aparentemente inalcanzable para nosotros.
Sin embargo, no debemos tenerle miedo, porque el verdadero núcleo de su mensaje no es el castigo, sino la misericordia de Dios. En el Evangelio, nos enteramos de cómo obtuvo Juan su nombre. Entre los judíos, el niño recién nacido siempre llevaba el nombre del padre o del abuelo y así lo recibía con el tiempo. Por eso, tras el nacimiento de Juan, Isabel dice a los parientes cuál debe ser su nombre. Estos se asombran, ya que nadie en su familia se llama así. Entonces se interroga a Zacarías y éste confirma el nombre, pues le fue revelado por un ángel. ¿Por qué san Juan debe tener este nombre? En hebreo, Juan se dice “Jochanan” (יֹוחָנָן jôḥānān) y significa “Dios es misericordioso”. En el hecho de que Juan nos llame al arrepentimiento reside la revelación de toda la misericordia de Dios. Después de todo, el arrepentimiento no serviría de nada si Dios no perdonara nuestros pecados. Así pues, la principal tarea de san Juan es conducirnos a la experiencia de la misericordia divina.
Una palabra muy importante en las Escrituras dice: “Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (Rom 3,23). Todo ser humano tiene el mismo problema: somos cautivos de nuestras pasiones. Venimos al mundo con una naturaleza caída y necesitamos darnos cuenta de que no es Dios quien sufre por nuestro pecado en primer lugar – que por supuesto lo sufre porque fue a la cruz por ello – sino nosotros porque nos aleja de Dios. Todo el Antiguo Testamento cuenta cómo el pueblo de Israel, a causa de su pecado, se ve envuelto repetidamente en las más terribles situaciones de las que Dios les salva, cuando están dispuestos a arrepentirse, mediante el perdón de sus pecados.
La historia del pueblo de Israel es un símbolo de nuestra propia vida: Somos esclavos del pecado y Dios quiere liberarnos de él porque quiere que vivamos en la libertad de los hijos de Dios. Quiere que vivamos con alegría y que no suframos las consecuencias de nuestras malas acciones. Por eso Juan el Bautista es un regalo de la misericordia de Dios en nuestras vidas. Quiere llevarnos de vuelta a Dios para que nos sanemos, para que seamos seres humanos plenamente libres y vivos y para que alcancemos la grandeza a la que nos ha llamado.
San Juan es el Guía de la Novia, es decir, conduce al Pueblo de Dios, la Novia del Mesías, a la que cada uno de nosotros pertenece en virtud del Bautismo, hacia el Esposo. Pero la novia – como era costumbre en la antigüedad y lo sigue siendo en otros aspectos – debe ser lavada y adornada antes de la boda. Y esto es exactamente lo que hace Juan, llamándonos al arrepentimiento y conduciéndonos al baño de renacimiento al desposarnos con el Señor (bautismo). Esta purificación se renueva en cada confesión. Por eso en este día celebramos su nacimiento de manera especial y ya a lo largo de los siglos para que su voz no deje de sonar, diciendo: “¡Reconcíliense con el Señor y reciban el don de su misericordia!”.
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