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Cumpleaños de la Iglesia
Sin Pentecostés, la Encarnación de Cristo difícilmente tendría sentido.
Sin Pentecostés, la Encarnación de Cristo difícilmente tendría sentido. La venida del Espíritu Santo, que marca el cumpleaños de la Iglesia, revela el motivo de la salvación: Dios quiere reunir a toda la humanidad en una sola familia derramando su Espíritu sobre ella. La Iglesia ha sido el plan de Dios para la humanidad desde el inicio de la creación (cf. Efesios 1). Desde todos los orígenes el deseo y plan de Dios ha sido crear una familia.
Para entender el Pentecostés, se debe mirar el primer capítulo del libro del Génesis. Si tienes un poco de conocimiento acerca de los textos antiguos del oriente próximo, verás que Génesis 1 está escrito en un lenguaje de un texto de construcción de templos. Es decir, que la creación está descrita como si Dios estuviera construyendo un templo gigantesco tan grande como el cosmos entero y dentro del cual el hombre fue instituido como sacerdote (cf. Gen 1, 26-27). Ser sacerdote significa ser mediador entre Dios y el cosmos. Dice que Dios creó los animales, las plantas y toda clase de seres vivientes, pero sólo el hombre fue creado a imagen (literalmente, estatua) de Dios, y como tal, era el mediador entre Dios y la creación. Génesis 2, a pesar de ser escrito en un tiempo y forma literaria diferentes, está basado en una teología similar. La creación es entendida aquí como la construcción de un templo y sólo el hombre recibe el soplo de vida de Dios (cf. Gen 2,7).
Todos saben qué pasó después: en este templo de creación, a través del pecado, se rompió la íntima relación entre Dios y el hombre (cf. Gen 3). Dios se retiró del jardín. El hombre y la mujer se convirtieron en enemigos entre sí. Los hermanos se volvieron unos contra otros. Las naciones se volvieron unas contra otras. Esta acumulación de pecados llegó a su fin con la construcción de la Torre de Babel, a través de la cual todos los pueblos finalmente hablaron en lenguas distintas y ya no se entendían entre sí (cf. Gen 3-11).
En ese momento, Dios comenzó su labor de redención escogiendo a Abraham con esta promesa: “…y por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gen 12,3). Abraham y, por ende, el judaísmo, son escogidos para todos – ¡una elección siempre es para todos! Aquí, Dios empezó a preparar, con Israel, lo que finalmente concluyó con Jesús, es decir, el establecimiento de Su familia. Dios prometió a Abraham y a su descendencia, una tierra en la que volvería a habitar con Israel. El cumplimiento de esta promesa en el regalo de la Tierra Prometida, con el Templo en su centro, simbolizó la restauración del Paraíso.
Para ello, hizo un pacto con el pueblo de Israel en el Monte Sinaí. Como es bien sabido, Dios bajó a su pueblo sobre la montaña en una tormenta con truenos y fuego y, como en una teofanía (del griego antiguo θεός theos "Dios"; φαίνεσθαι phainestha "mostrarse a sí mismo"; literalmente significa "aparición de un Dios", lo que quiere decir la manifestación Dios en el mundo humano o en la naturaleza). Este evento fue tan impactante que la gente no se atrevía ni siquiera a tocar el pie de la montaña porque eso habría significado la muerte. Ahí Dios hizo la alianza con Israel y mandó construir la Tienda del Encuentro. Así, por primera vez después de ese acontecimiento, Dios volvió a residir en el corazón de Su pueblo (cf. Éxodo 19-24) y marchó con ellos hacia la Tierra Prometida (Números – Deuteronomio). Allí, Salomón le construyó un templo y Dios volvió a morar en el corazón de su pueblo (1 Reyes 8).
Pero, ¿qué pasó después? Los reyes de Israel pecaron y todo volvió a romperse de nuevo (1 Reyes 8 - 2 Reyes 25). Los judíos comprendieron que lo que estaba pasando sólo era un presagio de lo que habría de venir. Dios decidió tomar sobre su propio cuerpo aquello que impedía permanentemente Su proyecto de habitar entre los seres humanos, el pecado (1 Pedro 2,24). Esto es lo que se celebra en la Pascua; que Jesús haya cargado con el pecado del mundo, haya muerto por nosotros en la cruz, que se haya llevado ese pecado con él hasta la muerte y luego haya resucitado en el tercer día. De esta forma, creó el mundo de nuevo.
Después de esto, subió a los cielos desde el Monte de los Olivos, diez días antes de Pentecostés, no sin antes decir, “Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto” (Lc 24,49) Según la tradición, el Cenáculo es donde los discípulos esperaron por nueve días la venida del poder que procede de lo alto. En el día de Pentecostés, los discípulos se reunieron allí con 120 personas. Este número simbólico (120=12x10) representa al pueblo de Israel (12) en comunión con la plenitud de las naciones (el 10 simboliza la plenitud). En esta comunidad, la Iglesia entiende claramente que la familia de Dios comprende a todas las gentes de la Tierra. Cuando estaban todos reunidos, Jesús envió del Padre al Espíritu Santo, el cual vino en forma de lenguas de fuego que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. (cf. Hechos 2, 1-4).
En el Sinaí, Dios había venido en una tormenta y nadie podía tocar la montaña y había residido solamente dentro de la Tienda del Encuentro. Pero aquí se instala en el corazón de cada hombre y se cumple lo que dice Jesús en el evangelio: “Jesús le respondió: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él.” Y antes de eso, “Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes” (Juan 14,23; 14,16; Evangelio de Domingo de Pentecostés, año C). Jesús dice aquí, en cierto sentido, “el Espíritu Santo los hará templos de Dios. Desde el día de Pentecostés, todo aquél que guarde mis mandamientos se convertirá en templo de Dios, y nosotros, la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, el Dios eterno que creó la humanidad y el universo, moraremos en sus corazones” ¡Eso es Pentecostés!
Por eso Pablo dice más adelante en Romanos, “Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús habita en ustedes, el que resucitó a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales, por medio del mismo Espíritu que habita en ustedes.” (Rom. 8,11; segunda lectura del Domingo de Pentecostés, año C). En otras palabras, a partir del momento en que recibimos al Espíritu Santo en el Bautismo y, especialmente en la Confirmación, y con cada sacramento que recibimos, etc., recibimos más y más del Espíritu Santo, y nuestros cuerpos mortales son transformados más y más en espíritu vivificador. Y en este espíritu, gritamos ahora, “¡Abba, Padre!” Solo porque el Espíritu Santo, que es Dios mismo, mora en nosotros podemos en serio decir a Dios, “¡Abba, Padre!” ¡Y es esto lo que celebramos en Pentecostés! Porque nacemos de nuevo, como hijos de Dios y como familia de Dios.
La misión de Dios para la Iglesia es llevar el mensaje de la muerte de Jesús por nuestros pecados y la resurrección de Jesús a todo el mundo, para que todas las personas puedan recibir la Buena Nueva de que Jesús murió por ellos por amor, de que sus pecados les han sido perdonados, que se les ha prometido el Espíritu Santo y que son llamados a ser Hijos de Dios, y vivir eternamente.
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