Domingo de la Santísima Trinidad: Dios es amor
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Domingo de la Santísima Trinidad: Dios es amor

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Una interpretación basada en la primera lectura y en el Evangelio.

minutos de lectura | Nina S. Heereman, SSD

Cada año, la Iglesia celebra el Domingo de la Santísima Trinidad el Domingo después de Pentecostés. ¿Por qué es así? En Pentecostés, la obra salvífica de la redención se completa, y, de igual manera, con la revelación de la Trinidad, la revelación como un todo se completa. La voluntad de Dios es revelarnos su más íntima naturaleza. ¿Por qué? Porque Dios es amor. Quien ama quiere que el otro conozca las profundidades de su ser. La autorrevelación de Dios, en la cual nos descubre el misterio de su ser, es, en el fondo, la revelación de que Dios es trino. Cada uno de nosotros está llamado a entrar en una relación personal con las tres personas de este único Dios.

¿Qué haces cuando estás enamorado? Hablas y hablas y hablas –al menos las mujeres lo hacemos– para decirle al otro todo sobre ti mismo, esto es, revelarte al amado. A través del diálogo, tratas de comunicarte a ti mismo, de contarle al otro todo aquello que haya que comunicar sobre ti, de manera que él o ella te conozca y reconozca. En algún momento, llegas al punto en que conoces a la otra persona tan bien que dices “quiero darte mi vida y recibir la tuya”. Van –idealmente– al altar y prometen ser fieles el uno al otro hasta la muerte. Entonces, se hace una alianza. Después sigue esa autorrevelación a través de las palabras, que sella completamente esta alianza de amor con la promesa del don del propio cuerpo, esto es, el don de sí mismo al otro.

Dios no hace menos: se vuelve hombre para revelarse a sí mismo completamente a nosotros en la persona de Jesucristo. Jesús es la revelación completa del Padre. Él dice: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). Él habla y habla y habla durante su ministerio público y finalmente dice: “Todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer” (Jn 15,15).

Luego va y sella la alianza en la entrega de su propia vida. Esto es a lo que alude el evangelio del día: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Luego de esto, nos envía su Espíritu Santo para que habite en nosotros y para que a través suyo entremos en contacto con el Señor.

La entrega de la vida de Jesús en la cruz permanece presente para nosotros en el misterio de la Eucaristía. Allí, Jesús se entrega tan radicalmente a nosotros como un esposo que se entrega completamente y con toda su fertilidad a su esposa. Así, recibiéndolo como una esposa recibe la semilla de su esposo, nos volvemos fructíferos y damos vida divina. Esto es exactamente lo que pasa en el misterio de la Eucaristía. ¿Por qué podemos volvernos fructíferos? Porque el Espíritu Santo, principio de la concepción en Dios y de la fecundidad, habita en nosotros. Él derrumba todas aquellas paredes interiores que hemos erigido en contra de Dios a través del pecado en nosotros y nos da el don de ser fructíferos. De esta forma, el Señor se entrega a nosotros, nos da la semilla que puede traer vida nueva en nosotros.

Ahora pasemos a la primera lectura: esta es, en realidad, de las más importantes relevaciones de Dios en el Antiguo Testamento. Probablemente el pasaje más famoso del Antiguo Testamento en el que Dios se revela a sí mismo sea aquel en el cual Dios se le aparece a Moisés en la zarza ardiente y le revela su nombre. Allí Moisés le dijo a Dios: “Cuando me acerque a los hijos de Israel y les diga: «El Dios de vuestros padres me envía a vosotros», y me pregunten cuál es su nombre, ¿qué he de decirles?" Y le dijo Dios a Moisés: «Yo soy el que soy». Y añadió: «Así dirás a los hijos de Israel: «Yo soy» me ha enviado a vosotros»” (Ex 3, 13-14).

O, como uno podría traducir, “Yo soy quien seré”. Dios revela aquí su nombre, y “nombre” en el sentido bíblico significa “manifestación del propio ser”. Sin embargo, continúa siendo un nombre misterioso, porque no dice nada aparte de que Dios es el Ser y que Él siempre será quien es. Por lo tanto, Dios revela su nombre, pero Moisés aún no puede dar una definición apropiada sobre este Dios, no puede más que decir que Él es el Ser. En la traducción “Yo soy quien seré”, suena como si Dios estuviera diciendo: “Entra en una alianza conmigo, comprométete conmigo, yo viviré una historia contigo y, en la forma en que guíe tu vida, conocerás quién soy yo”.

Esto es exactamente lo que pasa en la alianza en el Sinaí. Dios saca a Israel de Egipto y hace una alianza con ellos en el Monte Horeb, la montaña de Dios. Entonces, ¿quién es el Dios que Israel reconoce hasta ese momento? Es el Dios que los sacó de la esclavitud en Egipto. Israel sabía: “Este Dios es grandioso. Derrotó a la gran potencia del mundo antiguo, nos liberó de Egipto, es más fuerte que el faraón y no hay poder humano más fuerte que nuestro Dios. Por supuesto que queremos comprometernos con este Dios y vivir una historia con Él”. Cualquiera de nosotros querría. Es por eso que el pueblo dijo con toda convicción: “Haremos todo lo que ha dicho el Señor” (Ex 24,3).

Pero tan pronto fue hecha la alianza, los israelitas cometieron el peor pecado en su historia: se hicieron un becerro de oro (cf. Ex 32), y la gente exclamaba: “Éste es tu dios, Israel, el que te ha sacado del país de Egipto” (Ex 32,8). Humanamente hablando, uno tendría que decir: este pueblo ha roto la alianza y ya no tiene el derecho de ser el pueblo de este Dios. Pero es solo en este momento, cuando Israel ha cometido el peor pecado imaginable, que Dios puede dar un paso más en la revelación de sí mismo. De manera interesante, escribe esto en un nuevo par de tablas. Esta es una alusión al hecho de que existirá una nueva alianza.

Aquí Dios revela su nombre de nuevo, pero ahora le da un significado más profundo a dicha revelación. Ahora puede revelar algo a Israel que no habrían entendido antes. Antes, ellos entendían que Dios era Redentor y que era más fuerte que los poderes enemigos. Pero ahora entienden que Dios perdona su pecado y que su misericordia es más grande que su justicia. Este es el nombre de la nueva revelación de su nombre, la nueva manifestación de su ser: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en misericordia y fidelidad; que mantiene su misericordia por mil generaciones, que perdona la culpa, el delito y el pecado” (Ex 34, 6-7).

La revelación de la naturaleza más íntima de Dios consiste en que Él es misericordioso. Y esta misericordia de Dios es luego revelada a nosotros –cara a cara– en la persona de Jesucristo, quien lleva esta revelación a su conclusión y muestra completamente que Él es misericordioso. La humanidad arrastra a Jesucristo hasta la cruz a través de sus pecados, pero, en vez de que Dios nos rechace por ello, Jesús vuelve de la muerte y nos revela que nos sigue amando ininterrumpidamente y que ha transformado nuestra muerte, o, mejor dicho, que el Padre ha transformado la muerte del Hijo en la fuente de misericordia para toda la humanidad, la fuente de la que fluye el perdón de los pecados. Él revela que, mientras nosotros lo crucificamos, Él tomó nuestra culpa sobre sí mismo y la anuló, de manera que Él pudiera volverse la fuente de misericordia para nosotros.

Por lo tanto, no se puede celebrar la fiesta de la Santísima Trinidad sin comprender que la Trinidad se ha revelado a nosotros como un Padre infinitamente misericordioso que entregó a su propio Hijo para morir por nosotros, y que este Hijo murió por nosotros por amor, para que el Espíritu Santo pudiera venir, habitarnos y llevarnos a esta comunión eterna de ardiente amor.